Sobre la admirable y divina natividad de nuestro Señor Jesucristo; también sobre su circuncisión y presentación en el templo en honor a él. También mención de Simeón, quien lo recibió en sus brazos.
En verdad, por un edicto obligatorio, José y María, su esposa, que llevaba en su vientre un peso que superaba la propia naturaleza, fueron a su patria para ser censados. No habían llegado aún a su casa cuando se desviaron a un campo, que era de Salomé. El día veinticinco del mes de diciembre era cuando se llevó a cabo en ese lugar el misterio inefable de tu piedad y amor hacia la humanidad, Verbo de Dios. Un humilde establo, construido para alojar animales, fue preparado como hospedaje para el Rey de los cielos y de la tierra. Allí lo envolvieron en pañales y, como no había lugar más digno en la posada, lo pusieron en el pesebre, el más alto de todos. Debido a la afluencia de muchas personas para el censo y registro, muchos lugares se dejaron sin espacio. Por eso, el pesebre acogió al Verbo de Dios, creador de todas las cosas, que trabajaba de esa manera debido a la falta de hospedaje. Allí los pastores, que custodiaban sus rebaños durante la noche, fueron iluminados por la presencia angélica. Este espectáculo los hizo temblar, pero el ángel se acercó a ellos y los tranquilizó, anunciándoles la alegría futura del mundo a través de aquel que había nacido. Su mensaje fue inmediatamente creído con una fe verdadera y divina. Pues, junto con él, una inmensa multitud de potencias y virtudes celestiales rodeaba el tugurio cantando la más grande alabanza al Señor: Gloria en las alturas a Dios, y en la tierra paz, y buena voluntad entre los hombres. Así, con Cristo siendo a la vez hombre y Dios (1), Verbo, humildemente y a la vez magníficamente, mostró sus primeros orígenes en la tierra con su nacimiento; y para confirmar su relación con los Judios de manera segura, cumplió con la ley Mosaica de manera humana, como correspondía. Y el día octavo, es decir, el Domingo, fue circuncidado en Belén, en la casa de José, y allí recibió el nombre de Jesús (que significa salvación), según lo había ordenado el oráculo divino del ángel Gabriel antes de su concepción. Luego, cumplió con el tiempo de purificación. Después de que el plazo de 40 días estuvo cumplido, fue llevado por sus padres al templo de Jerusalén para ofrecer allí el sacrificio, conforme a la costumbre, de dos palomas o dos pichones, indicando así sobriedad, moderación y simplicidad en todas las cosas. Allí estaban el anciano Simeón, que estaba guiado por el Espíritu, y la anciana Ana: Simeón recibió al niño en sus brazos. Al ver ambos al pequeño niño saltando en el seno materno, veían en él al gran Dios de Israel. Y después de haber dicho lo que debían decir y de haber mostrado abiertamente, aunque bajo un velo, lo que sería futuro, esto es, que estaba destinado a causar la ruina y el ascenso de muchos y a ser señal de contradicción, se dice que una espada de dolor traspasaría algún día el alma virginal por él. Entonces soltaron las ataduras de la carne. Se dice que Simeón fue uno de aquellos que sobresalieron por su virtud, dignidad y santidad de vida, y que cuando una vez se inclinó a leer el oráculo del profeta Isaías que dice: He aquí que una virgen concebirá y dará a luz un hijo (Isaías 7:14), y dudó de su fe en la respuesta divina, un ángel se le acercó en su incertidumbre y le dijo: "No serás liberado de las ataduras de esta vida hasta que, acercándote por primera vez, lo confirmes con tus propios ojos y con tu propia testificación". Por eso, al llegar a una edad tan avanzada, después de haber visto a Cristo, el Señor, y de haberlo sostenido en sus brazos, inmediatamente fue liberado y soltado de la mole de la carne.